Hace tiempo que llevo dándole vueltas al amor propio que
sentimos en España por nuestro deporte. La típica frase de “Soy español ¿A qué
quieres que te gane?", la falta de humildad a la hora de enfrentarnos a rivales
extranjeros y otras fanfarronerías que después nos han puesto la cara roja en
múltiples ocasiones, me hacen darme cuenta de que presumimos más de la cuenta y
más alto de lo que deberíamos.
Es cierto que se está viviendo una “época dorada” en lo que
a deporte se refiere, un sueño del que muchos parecen tener miedo de despertar,
pero ¡señores!, que la risa va por barrios.
Dejando de lado las frases hechas, los tópicos y las manidas
reflexiones que podría hacer sobre este tema, quiero centrarme en la idea que
ello engloba. No hace mucho, y sin entrar en detalles que a más de uno le pueden
levantan ampollas, nos han limpiado de las competiciones europeas de nuestro
deporte rey. Sin miramientos éramos capaces de decir que los equipos nacionales
nada tenían que temer a sus rivales, que la Bundesliga, Calcio y demás, no
estaban a la altura de nuestra adorada BBVA. Lo mismo se puede decir de nuestras selecciones, que lucharon pero no llegaron.
Con esto no quiero desmerecer, ni mucho menos, el trabajo de
nuestros deportistas. Simplemente me gustaría hacer una llamada de atención a
todos aquellos que se jactan en su Facebook y enviando a toda su bandeja de
entrada imágenes de tortillas españolas (que poco tienen que ver con el
deporte) y de bravuconas comparativas de títulos.
Con la cabeza bien alta tenemos que seguir pintándonos la
cara con nuestros colores, nuestra bandera o el himno oportuno, pero nunca
olvidemos que nuestros rivales son perfectamente capaces de hacer lo propio en
el terreno de juego.
Por ello es importante, sentir con fuerza todo eso que
llevamos dentro, pero no intentemos pasar por encima de nadie sin antes
recordar que hasta el Cid Campeador perdió su batalla, y no por ello se le ha
borrado de los libros de historia.